Por David Sánchez Haro
Colaborador de Territorio Trail Media
Crónica personal de su participación en la Saintélyon 2017.
No sé si volveré a hacer esta carrera… lo que puedo asegurar es que ha dejado un recuerdo imborrable en mi memoria y que nunca la olvidaré. La Saintelyon es diferente, es grande, es dura, es temible, es inmisericorde.
La Saintelyon es la decana del trail en el país galo y se huele en el ambiente. Con una organización avalada por 64 ediciones todo funciona como un reloj de precisión.
La salida se realiza en Saint-Ètienne y hasta allí van centenares de autobuses con los participantes. Los dejan en pabellones donde la gente hace campamentos de vida: colchón, saco, antifaz y tapones de oídos incluido. La espera de la salida de hace tediosa y eterna…
Pero es cuando vas camino de la salida cuando te das cuenta que aquello es diferente. 7000 corredores tomaban la salida de la carrera mítica de 72 km pero son 17000 los que corren esa noche en sus diferentes modalidades. La prueba es de franceses para franceses y son pocos los extranjeros que acuden. Que sea en diciembre y con probabilidad de tiempo gélido, nevadas, barro y handicap como el hielo no ayudan.
Y a las 23:30 se sale por las calles de la localidad a un ritmo endiablado. Es una carrera de correr, de mucho correr… hasta que deja de serlo. Sobre la mesa son 1930m positivos y 2210 negativos. Discurre por caminos anchos, pistas asfaltadas, carreteras y algún sendero arbolado.
Así pintado hubiese sido una preciosa noche de carrera bajo una luna llena…
El problema es que unas temperaturas muy bajas, con viento encabronado, nieve y algo de hielo en muchos puntos hicieron que todo se tornara épico. Lo de épico siempre me chirría cuando lo leo a terceros… pero esta madrugada ha cobrado sentido pleno.
Ahora contaré lo que viví yo… que es de primerísima mano. Salía asustado porque el frío me afecta mucho, espacialmente en las manos. Salía preparado con dos guantes y unos parches que desprenden calor para manos y pies. Al km 2 tuve que parar porque los parches de pie no están hecho para correr y además pugnaba por quemarme la planta del pie. Unos minutos parados y millares de personas me adelantaron.
Una vez cómodo noté el cansancio en las piernas. Supuse que estos dos días de turismo agresivo me estaban pasando factura y me noté pesado en cada zancada. Lo mejor estaba por aparecer. Cuando pasaron los primeros kilómetros perdimos la protección urbana y de árboles el frío empujado por el viento empezó a darnos de lleno. La previsión de -5 grados parecia que se quedaba corta, más que nada por el viento. Los km pasaban con cierta rapidez y el primer mastodóntico avituallamiento pasó. Las sensaciones no eran malas porque iba cumpliendo mi mejor pronóstico y así fue hasta la segunda parada… desde ese km 28 al 41 la cosa se torció. El frío se hizo más intenso. No habíamos parado de pisar nieve pero ahora en el tobogán que se nos iba sucediendo nos encontrábamos que todo era hielo. Un hielo que había que nos resbaláramos y diésemos con nuestros cuerpos contra el suelo. Las veces que no caíamos era casi peor porque el gesto defensivo nos contracturaba piernas y espalda. La tensión bajando era horrible. Despacio. Levantando y agarrando, siendo levantado y agarrado. Esos 13 km sin poder beber porque se había congelado el agua de las boquillas de los bidones y la camelback. Lo peor… las manos. El dolor apareció en los dedos y me bloqueaba el sistema locomotor. Me atontaba y me hacía llorar de dolor. No sabía que hacer. Los parches no «arrancan» a dar calor a esas temperaturas. Así que aguanté hasta el km 41 pensando todo el rato en dar por terminada la locura. El sufrimiento desde muy pronto era algo que no sabía gestionar y tampoco estaba dispuesto a vivirlo. Yo disfruto este deporte y sus carreras, pero no lo estaba haciendo.
Llegué al avituallamiento del ecuador con la intención de subirme al autobús que me llevara de vuelta al hotel y su temperatura confort.
Cuando llegué estaba ido… no sabía que hacer. No podía soltarme la mochila porque los dedos no me respondían. Con todo saqué unos calcetines que llevaba de repuesto, cerré mi mano en un puño lo metí en el cancetín doblado y este a su vez en el guante y me sorprendí dando un paso más allá del avituallamiento. Yo no lo sabía en ese momento pero el hielo había desapareció y la nieve empezó a ser anecdótica. Los kilómetros empezaban a caer a mi favor pero la tensión y el agotamiento dejaron paso a una sensación de vacío. Corría cuando las condiciones eran buenas como bajadas y algún llaneo cómodo pero sufría subiendo… al final ya ni eso. Todo era sufrimiento y solo quería andar… andar y llegar. No paraba de morderme el labio porque estaba en una espiral de emociones y no sabía cómo había logrado superar esos momentos. Sin ninguna capacidad atlética siempre he tenido por virtud una cabeza que tira de mí… pero esta vez también me abandono al no saber qué hacer con tanto sufrimiento. Quien tomó el mando fueron los cojones, lo siento, es así. No sé qué explicación darle. El no querer enfrentarme a un abandono fue el acicate. He vivido esa sensación y deja un poso amargo que no estaba dispuesto a volver a saborear.
En fin… que llegué a la meta vacío… pero también agradecido como nunca. Nunca había sufrido como esta larga noche de frío y nunca había roto a llorar desconsoladamente tras pasar la meta. Eran lagrimas de rabia, de tristeza, de vacío, de orgullo, de felicidad, de echar de menos a mis seres queridos que en estos momentos son tan fundamentales, de que por fin acabo…
No sé si volveré a hacer esta carrera… lo que puedo asegurar es que ha dejado un recuerdo imborrable en mi memoria y que nunca la olvidaré. La Saintelyon es diferente, es grande, es dura, es temible, es inmisericorde.
Es la Saintélyon.