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Trail y Vida. Los juegos de los niños del barrio.

Irene de Haro nos acerca su personal visión del mundo del trail running y de todo lo que rodea a nuestro deporte.

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Por Irene de Haro
Puedes seguir a Irene en su Twitter @Irenedharo

 

Recuerdo como una de las más nítidas imágenes de mi infancia una tarde en la que salí a jugar con los niños de mi barrio. Era al final del verano, y se hizo de noche, y los edificios arrojaban una apariencia de extrañeza, revestidos por la luz de las farolas que les daban un aspecto falso, como si fueran de cartón-piedra. Todos los niños nos reunimos y decidimos que era hora de jugar a “policías y ladrones”. Yo había jugado muy poquito en mi vida. El juego era para mí un desconocido, dotado de etiquetas sarcásticas que no salían de la expresión “perder el tiempo”. Pero así, en nuestro “perder el tiempo” de finales de verano, nos distribuimos por equipos, nos repartimos los papeles. Yo fui “ladrón”: la emoción de ser el perseguida, de estar en el otro lado de la ley, era tan excitante… Y corrimos. Corrimos de un lado a otro como si de verdad nos fuera en ello la libertad. Y nos escondíamos entre los setos. Y aguzábamos nuestros oídos, y abriendo bien la pupila, mirábamos la maleza, si se movía, si anunciaba a nuestro perseguidor… Y así, en una explosión instantánea, cuando lo oíamos, de nuevo corríamos, de cero a cien, hasta que el corazón se salía del pecho, porque todo daba igual, y no había nada más en el mundo que no fuera correr, y correr hasta reventar para huir de la mano que por un momento te apresaba, para zafarse de perder y para poder así seguir corriendo, en infinitos círculos, en una infinita fiesta de niños, de risas, de gritos y de manotadas, hasta la extenuación.

Yo recuerdo que aquel día fui feliz con frescura. Fui feliz, por derecho propio. Feliz. Como pocas veces me había yo sentido nunca hasta entonces…

Apresé ese sentimiento en mí… y lo perdí, como tantas veces pierde uno un pensamiento vislumbrado que al no verbalizarse se olvida.

Con los años he vuelto a correr. Si por nadie del mundo me habría cambiado yo aquel día de infancia,  por nadie del mundo me cambio yo a día de hoy cuando salgo a mi trote. Con mi pisar deficiente. Con mi estilo cuestionable. Con mi incuestionable lentitud. Y con mi corazón ahíto de tanto ser feliz y de tanto estar en mí.

Y aquel que corre, sabe de lo que le hablo. ¿O no es así?

 

 

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